Cuenta la leyenda que mi viejo jamás nos cambió un pañal.
Y aunque no justifico la falta de colaboración, también entiendo que en aquellos tiempos se respiraban otros aires. Las responsabilidades eran inherentes al género, como un mandamiento divino que poco se cuestionaba.
El de la foto es también mi viejo, unos cuantos años más tarde.
Esa no soy yo: es mi hija.
Cuando Zoe tenía pocas semanas de vida, se aventuró por primera vez con un pañal que apestaba, de esos que todos esquivan. Claro que retratamos el momento como si aquello fuera un hito histórico memorable.
Tengo la hipótesis de que los padres devenidos en abuelos se convierten en mejores versiones de sí mismos. Como si el nuevo título los despojara de la obligación de la crianza, sin relojes ni alarmas que condicionen el juego, sin la necesidad de imponer límites.
Aquello que en nuestra infancia nos lo enseñaron con disciplina y falta de paciencia, ahora lo enseñan a nuestros hijos con una dulzura que conmueve, miradas encendidas, complicidad y un amor puro que trasciende el legado de sangre.
Conozco también muchas historias de mapadres e hijos que se reencauzaron a partir del nacimiento de los nietos. Como si la llegada de una nueva vida fuera la excusa perfecta para reparar, para sanar, para limitar las diferencias y volver a construir.
Hace algunas noches soné con mi abuelo Aito. En su juventud, fue un padre estricto, riguroso, inflexible. Para mí, su nieta, fue un abuelo tierno que cenaba leche caliente con bay biscuit y que me cantaba el feliz cumpleaños por teléfono cada 9 de septiembre.
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