Dicen que somos lo que pensamos, decimos y hacemos.
Pero a diario me convenzo de que somos lo que hemos mamado desde que comenzamos a transitar este mundo, desde el nido.
Somos las caricias que recibimos, las palabras de aliento al oído, los límites proporcionados y justos, el respeto amoroso y los abrazos cálidos.
Pero también somos los gritos, los castigos desmedidos, los ambientes represivos y los pensamientos silenciados.
Infancias de todos los colores que se hacen eco en los adultos humanos que hoy batallan en esta jungla de cemento.
Zoe juega a diario con sus bebotes.
Ayer escuché un ruido fuerte y, al acercarme, noté que uno de sus muñecos había caído al piso. Lo levantó rápidamente y abrazó con intensidad. Le repetía que estuviera tranquilo, mientras se balanceaba y lo aferraba a su pecho. Le acariciaba la cabeza, esperando que pasara aquella tormenta improvisada.
No es la primera vez que la veo tratar a sus bebés con ternura y empatía. No es la primera vez que la escucho pronunciar palabras dulces, como si para ella ese fuera el único idioma posible. El conocido.
Claro está que nuestras realidades adultas son fruto de la interrelación de numerosos factores, biológicos, psicológicos, emocionales y sociales.
Somos lo que hemos leído, lo que hemos perdido, somos las presencias y las ausencias, incluso somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.
Aun así, días tras día, me esfuerzo por obsequiarle a mi hija una infancia memorable, experiencias positivas que calen hondo y la encausen.
No siempre lo logro.
Lo intento a mi imperfecta manera. Y eso, dejame decirte, no es poca cosa.