Dicen que un embarazo no se parece al otro.
Particularmente, mis síntomas no variaron.
Soy de las privilegiadas que no sufren náuseas y transitan el primer trimestre con cierta dignidad. El hambre es un estado permanente y he tomado la meditada decisión de, en esta oportunidad, entregarme a cada antojo que me plazca. La balanza sabrá esperar que la lactancia haga lo suyo.
Confieso que esta nueva dulce espera me encuentra con unos cuantos kilos por encima de lo deseable. Y es que, en la pasividad de la cuarentena, las cuatro comidas se volvieron ritual.
Ahora bien, creo que lo que cambia de un embarazo al otro es la circunstancia que te atraviesa.
Con Zoe, trabajaba doce horas al día, sin horarios fijos de retorno al hogar. La panza tardó en asomar, lo que me permitió aguardar los reglamentarios tres meses antes de dar anuncio formal en mi trabajo.
Por aquel entonces, corría el bondi, corría el subte. Luchaba en hora pico por encontrar un espacio entre ese amontonamiento de humanos cansados que peregrinaban de regreso a casa. Me daba vergüenza exigir asiento cuando la curvatura maternal apenas cobraba forma.
No tomé un solo café en las 38 semanas. Ni cortado. Ni café con leche. Había leído en algún foro perdido por la web que su consumo debía ser limitado. No correría riesgos.
Creía saber todo acerca del maternaje. Es que la sobreinformación que nos obsequia Internet nos reviste de una falsa sensación de conocimiento absoluto, aunque solo sea un chapoteo superfluo. Se llama “infoxicación” y, dejame decirte, probablemente estemos contagiadas sin saberlo.
Discernir el dato vago e infundado de la referencia veraz no es tarea sencilla, ni siquiera para quienes provenimos del mundo de la Comunicación y aprendimos los artilugios detrás de la construcción de la información.
Con el tiempo, con los necesarios tropiezos, comprendí que hay conocimiento que solo se construye al andar.
Y aun así, con los zapatos gastados, probablemente un nuevo desafío te despabile a la vuelta de la esquina.