La maternidad redefine, distorsiona.
Reconfigura nuestra silueta, reacomoda prioridades, redimensiona temores, limita presupuestos.
La maternidad nos atraviesa, propone e impone nuevas lecturas de la realidad. Y una se ajusta, como faja de posparto, a esa nueva versión de vida.
La percepción subjetiva del tiempo es quizás la más afectada. No importa qué atestigüe el reloj en su galopante andar: un minuto ya no dura un minuto
Me recuerdo en el quirófano, en mi cesárea, aguardando tras el telón celeste traslúcido ser testigo de una vida que nacía, y una madre, que nacía a la par
“Ya sale”, me anticipó un alguien que relataba como subtitulado de película lo que transcurría al otro lado de la muralla textil, en mi vientre.
El tiempo se detuvo, o su paso aletardado se volvía imperceptible para quienes esperábamos.
Un minuto, dos minutos, 10 minutos, media hora… ¿Qué pasa?
¿Qué pasa conmigo, que la espera, aunque breve, se vive como eterna?
Ese alguien corrió el telón. La obra comenzó.
1, 2, 3, 4 minutos, 2 horas de espera para que ese llanto modesto y melodioso anunciara a viva voz su presencia en este mundo.
Las primeras noches en vela recorriendo cada m2 del hogar con retoña despabilada en mano se extendieron siglos.
Surcamos las baldosas en ese ir y venir, encomendándonos a todos los dioses, a todas las religiones, para que Morfeo la tentara.
Cuando hay sueño, todo credo es válido
Hace pocos días, en cuarentena, soplamos las velitas de su segunda vuelta al sol.
Allí estábamos, como en un salto fugaz, entonando el feliz cumpleaños.
¿Cuándo creció tanto?
Qué embustero e irónico es el tiempo.