Hace unos días nos dejó Mili, una perrita callejera que recogimos hace 17 años y que supo llenar con su presencia la ausencia que dejamos mi hermano y yo cuando volamos lejos de casa.
Mili era humana. Lo juro. Aun en sus últimos años, se la ingeniaba para arrebatar comida ante el mínimo descuido del cocinero de turno. Aspiraba sobras y sostenía la guardia detrás del más torpe, para hacerse de las suculentas migajas que llegaban al piso.
Cuando mi vieja nos avisó que Mili estaba mal, mi hermano y yo volvimos al nido. Había mucho por agradecer.
Si la vida es difícil de digerir, la muerte es incomprensión. Al menos para mí, que no profeso credos. La muerte me recuerda la fragilidad, la fugacidad de la presencia. Su irreversibilidad es la única certeza en la que podemos coincidir a ciencia cierta.
Me incomoda pensar en la muerte porque amo la vida.
Me incomoda asumir la finitud porque no sé qué nos depara al otro lado. No sé si hay luz y querubines. No sé si noche. No sé si volvemos a la tierra o gravitamos entre nubes. Me incomoda el enigma intelectual.
A veces pienso que nos despojamos de nuestro disfraz material y nos tornamos energía. Una existencia distinta, pero existencia al fin. A veces pienso que la gente que amé y me amó aun cuida mis espaldas.
Hoy le conté a mi hija que ya no veríamos a la perrita que amaba, porque estaba muy viejita y muy enferma. Pero que la íbamos a recordar con felicidad, que le agradecíamos por habernos elegido.
Intenté con mis palabras proteger su inocencia, pero construir sobre la verdad. Al menos la verdad que conozco.
Gracias, Mili.