Incorporamos como rutina visitar la plaza algunas mañanas.
Hace meses, Zoe interactúa a través de una pantalla fría con compañeritos de jardín que vio tan solo dos semanas. Convive a diario con dos adulto que, aunque se esfuerzan por compartir sus juegos, se cansan de tanto piso y monigotada.
Mi hija no es de la clase de nena que entrega sus ánimos y atención al primer desconocido. Yo igual, solo que con el tiempo asimilé reglas de cortesía y me esfuerzo por encajar, en su justa medida, en el rompecabezas social.
Zoe tarrda en establecer vínculos fluidos como si el otro debiera hacer mérito para merecer su visto bueno y confianza. Se cobija entre mis piernas y pide upa cuando el ambiente le resulta desconocido. Exige alejarse cuando el tumulto la abruma; prefiere el silencio a la muchedumbre.
Supuse, cuando inaugurábamos el calendario anual, que el jardín le daría esa experiencia e intercambio con el otro que, para aquel entonces, parecía comenzar a necesitar. No pudo ser y sigue sin ser. Y no sé cuándo será.
Hoy la vi saludar espontánea a una empleada de la farmacia que, entregada a la vorágine laboral, no le devolvió el saludo. Me sorprendió. Es que Zoe no va por la vida obsequiando sonrisas a los transeúntes. Creo ahora, mientras bosquejo estas líneas, que quizás saludó a su propio reflejo en la vidriera.
Este último tiempo, noto que la interacción le cuesta más. Se niega a prestar juguetes y algunas mañanas convencerla de visitar la plaza es una negociación que requiere grandes dotes discursivos. Contempla el patio de juegos anulado, vacío, en pausa. La hamaca estática.
Me preocupa la falta de certeza. Me preocupa la falta de definiciones y desacuerdos para que los más chiquitos reconquisten los espacios, la vuelta a clases y las actividades socioeducativas y recreativas.