
La mañana ha sido, buena parte de mi vida, el momento más productivo del día. La creatividad fluía espontánea, los conceptos estudiados se afianzaban sin mucho esfuerzo, las decisiones eran más acertadas y menos meditadas. El café sabía más rico.
Rápida. Competente. Eficaz. Infalible.
Hace dos años y medio, las mañanas se han vuelto una maratón en ojotas, sin lugar ni energía para saborear la eficiencia de las primeras horas.
Particularmente, esta mañana fue un baile épico. Zoe amaneció 3 veces. Despertó a los gritos, exigiendo teta como si fuera su último deseo en vida. Al tiempo en que zapateaba en nuestras almohadas, decretó que era hora de levantarse y nos destapó.
Nos miraba, despeinada, rebosante de energía. Buscamos el pañal. Cambiamos el pañal. Sacamos el pijama manchado con salsa de tomate de la cena de anoche. Se lavó los dientes y se lució para la cámara. Charlamos sobre “un monito que rodó, cayó de la cama y se hizo un chichón”, una canción que canta en loop hace días.
La corrimos por media casa, en pañales, para que entregara el celular que, en algún descuido, hurtó con astucia. Lloró cuando finalmente nos hicimos del dispositivo. Es que era suyo. Los últimos meses, todos nuestros bienes son suyos. Su patrimonio crece a pasos agigantados y arbitrarios.
Desayunamos en familia. El despliegue de opciones es monumental. Proporcionalmente, el quilombo de la cocina también lo es.
Pronto se hicieron las 12. Mis horas productivas llegaron a su ocaso. En algún momento, entre tostadas y café recalentado, entre berrinches y pañales, escribí estas líneas. Fluyeron rápido.
Sin borradores ni grandes reformulaciones.
Rápida. Competente. Eficaz. Infalible.